Identidades I

Mientras organizábamos el libro básico del juego de rol para su publicación surgió, por razones que no vienen ahora al caso, hacer una lista de pueblos y culturas de los Seis Dedos. Y al hacerlo se me ocurrió que no hemos hablado aquí de algo muy importante: cómo muchos de esos pueblos se solapan, de manera que se puede ser a la vez puce y gargal, lagoán y pandalume, o raún y arma o caraloca. Hoy hablaremos de la identidad.

Estamos acostumbrados, en los juegos de rol y los mundos de fantasía en general, a tener culturas o «razas» claramente distintas y separadas, que nos permitan elegir una para identificarnos o hacer nuestro personaje como el que elige en el mercado si se va a llevar peras, naranjas o manzanas. En algunos casos se llega a confundir raza biológica con cultura, como en la tradicional división entre altos elfos, elfos silvanos y elfos oscuros, o lo que en TVtropes llaman «Gente de Color de Pelo», en el que distintos pueblos humanos se identifican, al estilo Edad Hiboria, por el color del pelo y características raciales, asociadas a una cultura (rubios aesires, pelirrojos vanires, cimmerios de pelo negro, hombres de pelo leonado de Gunderland, turanios con rostro de halcón…).

En muchos casos, esto es herencia directa del momento histórico en el que nació este tipo de fantasía. Robert E. Howard murió en 1936, una época en la que conceptos como la categorización de «razas» por características físicas y su ecuación con rasgos culturales era algo aceptado. A pesar de que estas teorías pierden fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, siguen vivas sutilmente en la literatura fantástica, que se alimenta de autores de la época de Howard, no de la producción científica contemporánea, y de ahí pasan a los juegos de rol, donde han llegado hasta nuestra época.

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Pero estamos en 2015 (y solo quedan tres semanas), no en 1976. Podemos levantar la cabeza de nuestro Howard y nuestro Burroughs y respirar. Hoy sabemos que las razas no son líneas de descendencia directa con características concretas; no hay divisiones claras entre las poblaciones humanas, sino gradaciones continuas, no solo dentro de la misma población, sino del mismo individuo. De ahí la obsesión de los norteamericanos, por ejemplo, con fórmulas del tipo «soy un cuarto alemán, un cuarto irlandés, un cuarto cherokee y un cuarto vietnamita», habiendo nacido en Des Moines o por ahí. De ahí el eterno debate sobre la «raza» de los antiguos egipcios, un país entre el Mediterráneo, África Oriental y Arabia al que entraron, pese a su relativo aislamiento, gentes del Magreb, del Cuerno de África, de Canaán, de los Balcanes y quizá de la India. Biológicamente la raza no existe.

Y eso nos lleva a la cultura. ¿Existe la identidad cultural como tal? Existe, pero, como la «raza», es una gradación sin límites precisos, en la que influyen una infinidad de factores. Volviendo al caso del antiguo Egipto, sabemos que durante su expansión por Nubia, se llevaba a los hijos de príncipes nubios a Tebas para educarlos junto con los hijos de los altos funcionarios y faraones, convirtiéndolos a la cultura egipcia para enviarlos de nuevo a su patria como administradores. «Racialmente» eran nubios; «culturalmente» eran egipcios, pero es casi seguro que conservarían rasgos culturales de su lugar de origen. De hecho hay reinos en Nubia cuyas culturas tienen una fuerte influencia egipcia (y muchos rasgos derivados de una fuente común), pero también potentes elementos propios.

Vamos a irnos a algo aún más sencillo: cualquiera de nosotros. Ahora que están de moda los allí abajo, y los apellidos de ocho en ocho por comunidades autónomas, pensemos en cada uno de nosotros, y a qué «cultura» pertenece. Dejando de lado debates políticos, ¿somos todos españoles? Culturalmente sí. Pero, ¿son iguales los españoles de Madrid que los de Sevilla? Yo soy canario, y el año pasado conocí a una persona recién llegada de la Península que cada día se encontraba con algo nuevo, fuera una expresión, una costumbre, o una forma de pensar, y había que «traducirle». Lo mismo me pasa a mi cuando voy a Madrid o Barcelona; es más, hay costumbres de otras islas que me parecen extrañas y no acabo de entender.

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No miro a nadie que tome agua con gas a todas horas, Las Palmas.

¿Dejamos por todo ello de ser igual de españoles (culturalmente, no estamos hablando de política) los de mi isla, los de otra, o los de Madrid? No. Cada uno es de su barrio, de su ciudad, de su isla si la tiene, de su provincia, de su comunidad, de España, y si estiramos un poco, europeo y occidental. La cultura y la identidad no son estáticas y no están grabadas en piedra, sino que fluyen y se transforman al compás de las circunstancias y las influencias.

Conozco familias de origen extranjero que han adoptado la cultura española, pero sin abandonar del todo elementos de la suya propia. No es lo mismo visitar la casa de un amigo de origen marroquí y comer con su familia que la de una persona de origen alemán, cubano o ruso, o incluso gallego o andaluz, y a pesar de ello, si los ves por la calle, no notas la diferencia. Otras personas y familias adoptan costumbres de origen diverso por elección o por presión cultural, mezclándolo con sus propias tradiciones, que a su vez son de origen híbrido (véase la Navidad, con su árbol de origen germánico y sus regalos al estilo de la Saturnalia). El mejor ejemplo es la celebración de Halloween, o, últimamente, del Black Friday, originalmente asociado a la fiesta de Acción de Gracias que en España no se celebra (aún).

¿Qué tiene toda esta parrafada que ver con Máscaras de Matar? Seguro que alguno ya se lo imagina, pero lo veremos con detalle la próxima semana.

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